Se dio la vuelta y abrió la puerta. Ni siquiera se giró para mirarme.
Cuando la puerta se cerró, ocultando su figura tras un muro de cemento y madera, supe que aquella noche volvería a ver esa misma escena en mi desvelo. No me equivocaba.
La madrugada llegó como llega el invierno a las hojas verdes y se agarró el insomnio a mí como una quinceañera enamorada. Aún recuerdo cómo brillaba la luna a través de los cristales de mi ventana mientras miraba al infinito, con la esperanza de encontrarte allí.
Había cargado el aire con mis pensamientos y sonaba una suave "Tristesse" de Chopin en mis altavoces. Pocas veces en la vida me he sentido tan débil.
Hemingway dijo una vez que los hombres no están hechos para la derrota. Que podrías ver a un hombre destruído, pero no a un hombre derrotado. No sabía si darle la razón o discrepar con todo el respeto que me permitieran mis confusas ideas sobre la derrota.
Empecé a asimilar a regañadientes que te habías ido sin intentar siquiera comprender por qué. Tus ideas y las mías siempre han divergido, no hay quien te entienda.
Escribo esto ahora porque tal vez, y eso espero, mañana esté lo suficientemente feliz y cuerdo como para pensar que estas palabras son estúpidas y arrepentirme de haberlas escrito pero ahora, en este momento, en este universo... Tenía que escribir que la luna nunca ha estado tan triste en mi cielo nocturno.
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